Allá adentro están cosiendo la bandera: han olvidado cómo es la de Narciso López y el propio Carlos Manuel tuvo que inventar otra de prisa; pero no importa, porque lleva los mismos colores. Todo se hace así corriendo, con la radiante velocidad que pide una fiesta próxima. Las armas alcanzan, más o menos; pero al fin y al cabo, no son más que treinta y siete hombres.
Afuera, Carlos Manuel está mirando por última vez su ingenio a la luz de octubre. Es el día diez, cifra redonda, y el siglo del progreso ha avanzado mucho, hasta el año sesenta y ocho. No está mal, el ingenito, con sus calderas de vapor y todo lo otro. Pero parece mucho más grande; tanto que, Don Carlos Manuel de Céspedes sacude impaciente los hombros y respira tan hondo como puede. Pronto se lo van a quitar de encima.
Pronto todos se van a quitar también de encima lo que estorbe. Las mujeres se quitarán las joyas y el cuidado de la porcelana; los abogados, las leontinas; los negros, las cadenas. ¡Tan fuerte es el ansia de respirar a pulmón lleno el aire libre, que se les ha ido a la cabeza! Por eso se hacen las cosas corriendo y de prisa. Aquí todos están locos. No pasan de treinta y siete hombres; pero no se puede esperar ni un minuto más.
El jelengue durará cien años. Valmaseda, gordo bajo sus entorchados españoles, no lo entiende; los cafetaleros de uñas sucias no lo entienden; los norteamericanos, ni qué decir tiene. Tan pronto las cosas empiezan a marchar sobre sus rueditas engrasadas, allá vienen los locos en un bote. Se les olvida que no son bastantes para comenzar siquiera. No se dan cuenta de que no tienen siquiera lo indispensable.
No tienen –ese es el secreto- ni quieren. El diez de octubre de mil ochocientos sesenta y ocho esta isla se arrancó la codicia del cuello y se la echó al diablo. Desde entonces no hay quien la entienda –ni quién pueda con ella.
(Tomado de “El libro de quizás y de quién sabe”, Ediciones Unión, 2015)
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