El hombre, como los árboles, deja en el lugar que nace algo de raíz, que puede germinar en forma de legado si la obra sobre la tierra lo convirtió en esperanza, y los tiempos después de la partida reclaman su presencia.
Hugo Chávez, el Comandante Eterno de Venezuela, fue un hombre grande, y su grandeza se explica también en las raíces que hoy tremolan a un palmo bajo el suelo.
Dicen en Sabaneta de Barinas, el poblado recostado a las aguas del Boconó, que los hombres a caballo de las leyendas locales se sienten todavía en un rumor lejano que a ratos viene, se detiene y pasa.
Según la intensidad, hay quienes reconocen a las huestes del general Ezequiel Zamora; otros, por la demora en el pueblo, que son los fieles del rebelde Maisanta; pero de un tiempo acá un número creciente apuesta el estremecimiento al espíritu incontenible del más caro de sus hijos, del segundo de los Chávez Frías, de Huguito, el Presidente.
Cuando nació en esos lares, el 28 de julio de 1954, la precariedad de la vida cotidiana y los esfuerzos de la familia para hacer crecer a los muchachos, decían que las causas de los héroes legendarios todavía estaban pendientes, y Hugo, que había nacido en un parto suave —según ha contado Elena, la madre— se instaló en el mundo de un modo reposado, sin dones especiales que lo hicieran resaltar, a no ser “que era muy simpático, muy cariñoso con los demás, a pesar de su carácter fuerte”.*
Fue Hugo Rafael Chávez Frías un niño como otro de su pueblo, a merced de la tradición, el calor familiar y la dinámica local. Aficionado al deporte, el béisbol configuró sus primeros emprendimientos de adolescente, poseedor de un brazo zurdo fuerte y certero que le valió el respeto sobre el terreno y le hizo soñar con los mejores estadios y las Ligas Mayores.
Pero su sensibilidad desbordaba esos límites, y el interés por la historia, estimulado en los cuentos de la abuela Rosa Inés sobre sus antepasados guerreros, así como la vena del niño que podía dibujar cualquier cosa y declamaba versos épicos del llano, le aguzaron el ojo y el razonamiento crítico de una realidad que en el ejemplo de Sabaneta reproducía los modos de vida a que eran sometidas las familias pobres de Venezuela.
En su tierra natal Chávez escuchó, vivió y aprendió, como quien fragua temprano el carácter y la personalidad en el horno de las circunstancias. El niño que era feliz jugando a la pelota y oyendo de Rosa Inés las historias del prócer Zamora —en cuyas tropas guerrilleras se enroló el tatarabuelo—, también sufrió la laceración interna del primer día de colegio, cuando no lo dejaron entrar con sus alpargaticas viejas, y luego ocupaba el tiempo entre clases para procurar vender las arañitas dulces que la abuela preparaba y acomodaba en un pomito de vidrio.
En muchas formas su infancia curtió al hombre que fue creciendo. Por esas arañitas peleó una vez a los puños, con un niño que tumbó el frasco y lo quebró, y otra ocasión en que fueron dos hembritas de la clase las que en un descuido le comieron los dulces, regresó en un sollozo a la casa; no por miedo al castigo, sino por la vergüenza ante la abuela que se esforzaba.
En Julián Pino, el colegio del poblado, el pequeño perfiló una vocación que había empezado ya en el regazo de Rosa Inés. Señala la maestra Egilda Crespo que entre la geografía, el castellano y el resto de las materias, la historia le fascinaba.*
Se sabe el embeleso que causaba en él y sus hermanos la forma en que narraba las leyendas guerreras la abuelita; a quien Hugo y Adán tuvieron por otra madre; pues fue la compañía más cercana hasta que el primero marchó a la Academia Militar en Caracas y el segundo, que era el mayor, a la universidad en Mérida.
En el calor de la casa encontró también su primer reto intelectual, cuando en un gesto natural de reacción justiciera quiso saber por sí mismo la realidad sobre Pedro Pérez Delgado, el legendario Maisanta, abuelo paterno de su mamá Elena.
La historia local, a conveniencia de los regímenes de entonces, configuraron al hombre como un cuatrero, un asesino “que mataba a la gente, que les cortaba el cuello y luego ponía la cabeza en el pico de la silla. ¿Pero quién va a creer eso? ¡Avemaría!”, ha narrado Elena.
Dice ella misma que un día su abuela materna lo recalcó delante de los niños: “A Hugo no le gustó que me hablaran así, y creo que eso tuvo que ver con su decisión de salir a buscar la verdadera historia de Maisanta”.*
Aún adolescente, ya militar graduado, y luego presidente, Chávez siguió la ruta del llanero, redondeando la reivindicación total de un guerrillero sin aparente causa, pero irreverente a las injusticias de su época.
Lo más trascendente de ese impulso fue colocar la preocupación de Chávez en el camino del conocimiento de la historia épica más cercana a su sangre, por consiguiente a su pueblo, y en lo adelante a su patria.
Tal vez el cauce hacia el bolivarianismo comenzó en la inquietud por Maisanta y el legado familiar y de su pueblo. Así también estuvo la infancia y el terruño natal ligado a su historia personal como hombre grande, heraldo de la emancipación de su país y esperanza del continente.
Sus raíces siempre estuvieron presentes en diferentes formas, desde Gilberto Lombano, el nieto directo de Maisanta que abandonó el oficio para encargarse de la comida de Chávez en la cárcel —había planes de envenenarlo— y luego fue escolta en la primera campaña presidencial, hasta el soldado que en el secuestro durante el golpe del 2002, entró a su celda:
—Mire, mi Comandante, yo soy el cabo Rodríguez, yo soy de Sabaneta, pariente de su tío Antonio Chávez. Mi Comandante, ¿usted renunció?
—No, ni voy a renunciar.
El cabo se para firme y saluda. —Entonces, ¡usted es mi Presidente! ¡No vaya a renunciar que lo vamos a sacar a usted de esta vaina!
Fue ese hijo del mismo Sabaneta quien sacó a riesgo de su vida el mensaje escrito por Chávez, y en un par de horas dio a conocer al mundo que el Comandante estaba vivo y no había renunciado; un episodio que convirtió en un mar la movilización del pueblo en la calle y revertió definitivamente la asonada oligárquica.
A un nuevo aniversario del natalicio de Chávez, y en la complejidad de un país sometido otra vez a la conspiración de los burgueses y aliados, quizás se entienda que el rumor bajo tierra es su raíz que se sacude y necesita germinar, despertar —como Bolívar—…, cuando despierta el pueblo.
*Referencias y citas del libro Chávez Nuestro de los periodistas Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez.
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