Leonardo Serrano, joven médico, tiene al decirlo un brillo de humedad en la mirada… y 30 años de edad.
Josefa Pereira Da Silva tiene 80 y un naufragio de dos ojos pequeños en el mar que brota desde ellos, asegura él.
Leonardo está ahora en Bayamo, Cuba. Sus vacaciones temporales se convirtieron de pronto en un regreso definitivo.
La señora, en su casa de la región de Encima, municipio de Pan de azúcar, Alagoas, en el árido y pobrísimo Gran Sertón del nordeste brasileño, coloca un plato más en la mesa cada mediodía, por si vuelve a almorzar su queridísimo doctor cubano.
«Decía que era mi madre allá. A veces me picaba la comida y la llevaba a la boca. Contaba a todo el mundo que yo le nací el día en que la arrebaté de la muerte.
«La conocí en el shock de una hipoglicemia aguda. No llegaría viva al hospital. La canalicé y mediqué en un pestañazo.
«La salvé, es verdad, pero nunca esperé que me pagara con ese amor tremendo, tan de familia, que me profesan ella y su hija María Simone, ahora jefa del puesto médico que yo atendía antes de las amenazas de Bolsonaro».
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«Los cohabs (se pronuncia cohabis, de conjunto habitacional) son algo parecido a las favelas en las grandes urbes, pero a escala más pequeña en ciudades menores. Donde estaba mi puesto se llama Joao Antonio Dos Santos, en la periferia de Pan de azúcar».
A Evelín Castillo, galena de 29 años, le impresionó muchísimo el contraste de aquella zona de extremos, de precariedad y lujo, «del rico o el clase media por un lado –que también llegaban a la consulta porque según el programa de salud mi indicación haría que la resonancia o la tomografía le costara la mitad en lo privado– y por otro el niño pobre con dolor abdominal, engañado con analgésicos tres veces y enviado a casa sin la mínima revisión clínica.
«Lázaro tiene nueve años. Luego del primer rechazo en el hospital lo trajo su familia a mi consulta. Mediante examen diagnostiqué una apendicitis y lo remití urgente al mismo hospital.
«Descartaron mi conclusión y lo medicaron mal otra vez. Por pena no me llamaron; pero como sospechaba, pasé al final por su casa, supe, lo recogí y yo misma lo llevé al centro médico. No estaba el doctor, sin embargo, lo dejé encargado para ingreso.
«Luego supe que otra vez lo desahuciaron. Les pedí que fueran al hospital regional, en otra localidad. Peor. Le abrieron el abdomen, pero no extrajeron el apéndice inflamado. Fue cuando decidí asumir directamente la gestión de la cirugía, ya casi contra el tiempo, y entonces se hizo, por fin».
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Al recibir su título de doctor en Medicina, Yorlenis Arbelo llegó a pensar que no habría una etapa tan larga y de más estrés que esos meses precedentes a las pruebas finales de su carrera.
Considerado graduado –aunque sabiendo lo mucho que tenía que aprender en lo adelante– el muchacho santiaguero, natal de Songo La Maya, se fue con buena cara y mejores ganas a su servicio social en las montañas orientales, y un año después, aún con el ánimo intacto y un poco de más experiencia, paró en la selva amazónica de Venezuela, justo en Ratón, una isla grande que abre en dos la corriente ancha del río Orinoco.
Recuerda la tarde de descanso que se le complicó sobre las cuatro, cuando una mujer llegó en pleno trabajo de parto. «El líquido amniótico decía que el bebé se había ensuciado adentro y debíamos andar rápido, entre otras cosas, porque no teníamos corriente eléctrica.
«De todos modos nos cogió de noche. Cuando nació la niña no lloró, y por varios minutos no reaccionó a las maniobras de reanimación. Los padres empezaron a llorar, hasta Berenice, la podóloga que me asistía como enfermera. No había corriente para usar la aspiradora y yo era el doctor. Tenía que hacer algo.
«Agarré la bebé y le pedí a Berenice que cargara la aspiradora. Salí a la calle corriendo, en dirección a la única casa que sabía tenía una planta. La familia aceptó colaborar, pero entonces el motor no prendía, luego no alcanzaba el cable de la aspiradora, y la niña cada vez más cianótica. Yo solo pensaba en que no podía morir en mis brazos.
«No paré de reanimarla hasta que arrancó la planta, conectamos el equipo, y en una aspiración la pequeña reaccionó. Mira, todos lloramos de alivio».
PORQUÉS DE UNA MISIÓN
Leonardo: «Uno comienza a entender mejor el significado de una misión cuando es tu primera vez, y sobre todo joven, recién graduado. Aún sin irte dices, qué bueno, un viaje, y un ingreso más para la economía personal, resolver tus cositas.
«Es verdad. Piensas en eso antes de reflexionar sobre el acto solidario, del altruismo, y cuando llegas, y empiezas a comparar la realidad nueva con la conocida, te das cuenta de que el tuyo, el del médico cubano internacionalista es casi un gesto único, y te duele el pobre rechazado, y le haces de todo en la consulta, hasta lo que no debes, y te hinchas de un orgullo romántico y placentero cuando entiendes que la solidaridad no es un ideal, ni un teque, porque la vives en carne propia y te conmueve».
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Evelín: «Llegas a llorar de pena por la gente pobre, desahuciada, al saber que nada de esto pasa en tu país, y haces tu labor con ganas de cambiar todo en un día, y montas el sistema de visitas que en Cuba realizas a las embarazadas, y a los niños con problemas, y a algunos desvalidos.
«Y aunque es verdad que acumulas un dinero necesario, y conoces un país, y aprendes otra lengua, y te compras tus cositas, también sientes que la doctora humana y noble del primer día, lo es diez veces más al poco tiempo; cuando de pronto te cogiste amarrando la silla del paciente a la pata de la mesa, a la derecha, para que la de limpieza no la vuelva a acomodar al frente, que es como dicta la costumbre en Brasil, como en una mesa de negocio.
«Has crecido, y eres mejor, cuando ya un poco molesta, le pides a tu equipo de enfermera, técnica y auxiliar, que no les llamen más clientes a los pacientes, que al menos en tu consulta no son mercancías, y que la silla va a la derecha del buró, para mirar, tocar, sentir al enfermo, que es en la cercanía por donde empieza a curar la medicina».
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Arbelo: «¡Hermano, ahora es que me estoy graduando!», dijo, después de contar su capítulo del parto contra reloj.
«Cada experiencia nueva me hace sentir más seguro. Yo diría que por toda la experiencia en la selva, porque ya estuve en otros tres lugares distintos del Amazonas. He crecido mucho como profesional y persona, y esto será lo mejor que me llevaré de Venezuela».
GRATITUD, UN SALDO INAGOTABLE
«¿Lo más conmovedor? El tercer día de consulta en el nordeste de Brasil», responde Leonardo.
«El puesto abarrotado. La enfermera me pide que salga, que quieren hablar conmigo. Me asusto. Unas 15 personas no vinieron a atenderse. El primero es un hombre mayor que me tiende su mano: “Es que no quería morirme sin abrazar a un médico de verdad”, y me aprieta contra él. Luego todos los demás.
«Compay… lloré».
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«Después de la operación de apéndice, no hubo uno, un solo día en que el niño Lázaro y su familia no pasaran por el puesto a saludarme: Muito obrigado, doutor, muito obrigado, rememora Evelín con la mirada lejos, y un trago en seco. «Ellos, del pueblo pobre de Brasil, son los que pierden, los que más pierden ahora».
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Ante el santiaguero Arbelo –casi a diario– también fueron los padres a agradecer por la vida de su niña. Lo hicieron desde el instante inmediato al parto, cuando pidieron a él mismo ponerle el nombre.
Con el sudor en la frente y el corazón todavía en la garganta, concilió con la ayudante Berenice y lo decidieron rápido: Milagros.
«Pero doctor, para inscribirla me exigen un segundo nombre», dijo la madre.
Y como un rayo en su mente, el jovencito Arbelo regresó a Cuba, a Santiago, al santuario de todos los isleños, a El Cobre tan cercano de su poblado natal: «de la Caridad, que se llame Milagros de la Caridad».
Tomado de CubaCoopera
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