Por Adriana Roman*
“Abuela, ¿tú eres vieja?”
Me sorprendió su pregunta y no tuve otra alternativa que responder, pero no me resultó fácil.
Porque, a mi juicio, la vejez verdadera no la determina la edad, ni la lentitud en el andar, ni el nacer de arrugas ni el dolor en las articulaciones.
El primer síntoma de vejez es sentirse viejo.
Quejarse constantemente, más por hábito que por dolor.
No disfrutar, aun en soledad, un amanecer, un poema de amor o un atardecer en primavera.
Es criticar lo que hacen los jóvenes sin tener en cuenta que estos están llamados a actuar, atentos a nuestras experiencias, pero acorde a sus tiempos.
Es hablar solo de dolencias, del medicamento que indicó el médico, del vecino que murió o la amiga que no se vale por sí misma.
Sentirse viejo es no reír un buen chiste o un cuento de doble sentido.
Es rechazar el placer que provoca una canción hermosa, un buen vaso de vino o la ternura de un beso de amor.
Es reñir por cualquier cosa.
Es pensar y sentir con pesimismo.
Es no hacer el presente, vivir del pasado y temer el futuro…
No sentirse viejo es sufrir por los pueblos que, a diferencia del nuestro, son dirigidos por malos hombres y que no merecen las desgracias y privaciones que padecen.
Es amar profundamente a la Patria, a Martí y a Fidel y estremecerse cuando se escucha el himno nacional y saberse con fuerza para cumplir con su mandato.
Es sentir el orgullo de saber que en muchos países del mundo nuestros compatriotas salvan vidas y prevén enfermedades.
Es ser parte de esta Patria, Cuba, combativa, solidaria, alegre, laboriosa, digna, valiente y que está empeñada en avanzar, resistir y afrontar cualquier sacrificio.
Abuela ¿qué estás pensando? Dime, ¿tú eres vieja?
Le respondí con esas reflexiones y mi nieto me observaba con sorpresa y admiración. Cuando hice una pausa, me abrazó con ternura y me dijo muy orgulloso:
¡Abuela, tú no eres vieja, tú eres sabia!