A Eusebio Leal
En un mar viejo como todos los mares, acodado a la costa de una isla rodeada de agua por todas partes, como la describió Virgilio Piñera, nació La Habana hace ya 500 años.
Los navegantes la han soñado, los comerciantes se la disputaron siempre, porque desde que nació ella fue llave de golfo, estrella de occidente y faro del nuevo mundo.
La Habana no es Cuba, pero se le parece. En un espejo de azogue todos soñaron con ella desde que se convirtió en eje del comercio trasatlántico. Ella fue indígena, española, inglesa por 11 meses y norteamericana desde 1898 en que se izó en su regazo la bandera del Norte. La Habana resistió los embates de la intervención yanqui y fue el patio de diversión de la Casa Blanca. Desde su seno se gestó la más severa sujeción a los intereses de Washington. Fue testigo de la frustración, como toda la isla, de los ideales de José Martí y Antonio Maceo. El tedio la asfixió e imperó la demagogia y un colonialismo que hasta 1959 intentó desvirtuar sus más puros sueños de independencia. Con casinos de juego y solares donde la miseria cundía como la brujería mala ella resistió sin cejar en sus anhelos y su autodeterminación.
Se acentúan los contrastes entre los rascacielos y las mansiones lujosas de una burguesía dependiente y los barrios marginales donde, a su vez, la resistencia cultural era su único escudo. La república neocolonial, salvo excepciones, vio cómo la demagogia de los políticos de turno ansiaba por convertirla en Las Vegas del Caribe. Ella resistió con todas sus fuerzas y calladamente se preparó entre bastidores para recibir a Fidel Castro en medio de una multitud que lo vitoreaba el 8 de enero de 1959.
La Revolución Cubana le devolvió al pueblo su sentido de colectividad, su dignidad. Y la antorcha de los mambises y los patricios honestos volvió a relucir entre sus calles y parques, y el malecón se vistió de lujo con la llegada de los guajiros que tenían en sus vainas los machetes de Antonio Maceo y Máximo Gómez que cargaron en la manigua redentora.
Se instala la dignidad de la pobreza con el verde olivo y la ciudad de la Giraldilla se yergue airosa y marca su ruta hacia los cuatro puntos cardinales. La Habana respira hondo, sabe que no volverá a ser aquella ciudad cundida de gánsteres y pistoleros mercenarios. Su destino se tuerce y nace con un golpe de dados una ciudad diferente. Algunos pierden la partida, la mayoría ganan en una apuesta que costó sangre y grandes, enormes, sacrificios.
¿La Habana, qué es? Una ciudad misteriosa que se niega a desaparecer con un poniente color violeta y un sol que quema y la robustece. Alejo Carpentier la llamó la ciudad de las columnas. Columnas protectoras de un sol quemante y de lluvias torrenciales, columnas que semejan a las gallegas de Santiago de Compostela, más pequeñas y gruesas, pero también protectoras de lluvias finas y granizadas, de las que huyeron tantos inmigrantes que luego se abrazaban con el calor del trópico. Columnas detrás de las cuales los orishas africanos les hacían guiños a los paseantes. Columnas dóricas, jónicas, corintias, o simples y lisas columnas eclécticas, únicas en el Caribe. Y aparecen detrás de ellas como incitando a la procacidad y al sexo. En La Habana nada es oculto, todo se expone con desenfado y queda a la vista como en un balneario o en una carnicería. Aunque hay mucho de oculto, mucho que va subterráneo y esquino y que nadie o casi nadie ve. Porque La Habana es profunda y sus calles se hunden en la tierra. Ella es alegre, frívola y dramática, de ardientes boleros y rumbas de cajón.
¡Qué lejos está La Habana de las cuatro estaciones! / ¡Qué abigarrado retablo, que salpicada de mar / y qué sola cuando el sol se pone en el malecón! / En La Habana no existe la cámara lenta / y el vidrio a través del cual ella aparece (…) La Habana es un pavorreal que abre su telón de colores / y no se mira a los pies.
Ella, con sus fachadas descarnadas y su levedad que la ampara y ennoblece muere todos los días y vuelve a renacer atrincherada en una historia que le sirve de bastón, con su ceiba milenaria, su Templete y su gran muro del malecón. El muro donde Edith Piaf se sentó con el trofeo de un adolescente oliváceo y donde Max Frisch divisó la hondura de sus gentes y la magia de una ciudad que se abría ante sus ojos como una fruta madura y peligrosa. La Habana no se concentra en su casco colonial, el más bello del continente, porque ella es también la dueña de un elenco variado de barrios prodigiosos, periféricos y únicos, como el Vedado y su vida cultural, el añejo Cerro de las migraciones al centro, al sur y al norte de la ciudad; de Regla, de la Guanabacoa de Lecuona, Rita y Bola de Nieve; de Marianao, bautizado con nuevos nombres aborígenes, y de La Habana Centro a la que le cantó Fina García Marruz, y cuyos nombres históricos se los llevó el viento como San Leopoldo, Pueblo Nuevo o Los Sitios y calles y parques inspirados en las ideas de Juan Jacobo Rousseau y la Revolución Francesa como el Parque de la Fraternidad o las calles de la Concordia, la Lealtad o la Perseverancia, por solo mencionar unos pocos. Otros muchos barrios como La Víbora culta y recogida de bellos parques sombreados y mitológicos o el Luyanó con fachadas Art Decó, el de los obreros portuarios, los constructores, los albañiles y los panaderos. En La Habana se recorta la vida de muchos cubanos que no nacieron en ella, pero la aman y la apapachan, como decían los mexicanos, los nuevos habitantes que ya van sintiéndola suya también, aunque no renieguen de sus pueblos originarios. ¡Qué crisol de vidas mi ciudad donde cada día me desvelo como en una música cuya tierra ya no es solo mía sino de muchos! Ya ella no es yo sino nosotros, un nosotros inclusivo, plural y generoso. Si en algún lugar del mundo del sístole y diástole del corazón palpita con fuerza es en La Habana, porque ella está presidida por las encrucijadas. Si me pierdo que me busquen en Cuba o en Granada, escribió Lorca en carta a su madre. Y es que La Habana es Cuba porque ya en ella se concentran todas las razas, todos los colores y todas sus gentes. Antigua y moderna, hija de Dios y del Diablo, nada la ha podido vencer, ni los bloqueos del Norte, ni la desidia, ni el abandono, ella se alza como una palma real frente a todos los vientos huracanados, los sorpresivos tornados y del olvido de algunos que solo lo supera el amor de muchos porque todo lo que engendra es nuevo y multiplicado. La Habana, cuidado con ella, sabe protegerse del mal. Sus leones emblemáticos del Prado rugen ante la banalidad y el escarnio. Junto a ellos José Lezama Lima trazó el arcoíris de sus tratados habaneros. La Habana es brava, vive en las calles, esquiva las aceras; sus gentes viven de algo que no ocurre, pero de igual. Viven. En La Habana vivir es disfrutar lo inasible, lo prohibido, desandarla con el historiador o sin él, igual de día que de noche, asir lo prohibido, ¡con qué suavidad sus calles se hunden en la tierra para aliviarnos del tedio cotidiano; y sumergirnos en el Nirvana!
Hay gentes también en duras faenas. Y niños con sus pañuelos al cuello. Gentes sin pequeños ni grandes menesteres, en colas interminables para cualquier cosa. Desde su más alta colina se divisa el Cristo de la bahía, el que esculpió Gilma Madera con sus bellas manos gruesas, no es el de Río de Janeiro pero es el nuestro, y se ha mantenido ahí, incólume, con sus ofrendas de frutas y sus lazos de colores. Es el Cristo de un pueblo en Revolución. Un Cristo sincretizado para todos. Un Cristo que vio a lo largo del malecón un muro poroso erizado de artillería de campaña y piezas antiaéreas mientras en el horizonte se divisaba, a simple vista, los buques de la escuadra norteamericana. Un Cristo que no tembló ante la crisis de octubre.
En ningún lugar, sin embargo, se respira un aire más limpio. ¡Qué misterio de la levedad es ese! / Con grandes piedras del camino / y mis zapatos gigantes / desando la ciudad sin detenerme ante el cansancio. / La Habana tiene zonas que nadie ha visto.