Eusebio Leal solía decir que muchos, incluso aquellas mujeres que lo acompañaron a lo largo del camino, se enamoraban del personaje. Pero cuando llegaba la noche y él se despojaba de la vestimenta gris, y se desplomaba, vencidas las fuerzas en su diario bregar, sobrevenía la decepción hacia la persona real, común y corriente.
¿Cuándo los hombres dejan de ser simples mortales para convertirse en seres legendarios? ¿Acaso el mito se nos presenta irremediablemente divorciado de la escala humana que los antecedió en el tiempo? ¿Cuán saludable es elegir una mitad y rechazar la otra?
Esas ideas me persiguen hoy, cuando el Historiador de La Habana habría arribado a su 78 aniversario. Y mucho tienen que ver tales cuestiones con la manía de algunos biógrafos de grandes figuras de la historia, de ofrecer un perfil inmaculado que no hace más que separar, del pájaro, las dos alas.
Eusebio fue un cubano hijo de su tiempo que se bordó a sí mismo a costa del sudor y el sacrificio. Un autodidacta que debió superar las más duras pruebas y sortear no pocos obstáculos para ver realizados sus sueños. Un joven patriota prendado de la historia y del ideal libertario de esta Isla, que se propuso magnificar esa herencia con una obra al servicio de la nación.
Que tuvo defectos, es verdad; que descuidó su vida personal por defender la utopía en la que denodadamente creyó, también es cierto. Pero nada de esto quita que fuera un iluminado, una criatura irrepetible que consumió su existencia entre adoquines, cañones, banderas y machetes.
Porque creyó en el valor de los símbolos y defendió como una paloma artillada todo aquello que remitiera a nuestra grandeza moral, al espacio de la ética cubana en que quisiéramos habitar, tan hermosamente descrito por Cintio Vitier en Ese sol del mundo moral.
Hoy, a poco más de un mes de su partida física, aparte de ritualizar para siempre ese hermoso gesto de las sábanas blancas colgadas en los balcones, el homenaje más sincero que podemos hacerle a Eusebio Leal es asomarnos a su propia vida con la cabeza descubierta, como rogaba él que se hiciera con nuestros próceres, aceptándolos tal como fueron, sin negar sus contradicciones y defectos.
Solo así los que no alcanzaron a vivir su tiempo, esos que apenas lo conocerán modelado en bronce, o mármol, podrán sentir las vibraciones de un hombre extraordinario, pero de carne y hueso.